Hay piedras que no se han movido de su lugar en 23 millones de años. Todo sigue intacto en algunas regiones del desierto de Atacama porque no ha caído una gota de lluvia. Eso lo aprendí en el History Channel, pero, según mi guía, no ha pasado tanto tiempo, sólo unos 200 años después del último chaparrón.
Atacama, en la II Región de Antofagasta, al norte de Chile, es el territorio más seco del planeta. Quedó atrapado entre la gélida corriente de Humboldt en la costa del Pacífico y la barrera de la cordillera de Los Andes que impiden que la humedad llegue a sus dominios.
De pinta marciana, con sus piedras y suelo rojizo, posee uno de los cielos más despejados del mundo. Cuando la luna sale es una pelotota plateada con sus cráteres rozagantes, aun antes de que el sol se oculte. Cuando no, la Vía Láctea se desparrama; Orión, la Cruz del Sur y una legión de constelaciones alumbran los recorridos nocturnos de los que, por amor a las estrellas, aguantan fríos debajo de los cero grados.
Alguien dijo que las condiciones de este lugar siguen tan violentas como cuando comenzó la vida. Atacama hierve por dentro y libera energía con fumarolas al amanecer. Sus raras formaciones y arrugas son producto del tremendo movimiento tectónico y la erupción de volcanes.
San Pedro, a 2 mil 438 metros sobre el nivel del mar, es un oasis conquistado primero por incas, luego por españoles y, después, por mochileros y viajeros con petacas Louis Vuitton.
En este viaje coincidí con N., fiel creyente de la energía del Cosmos, del poder de las piedras y de los marcianos. También vino M. Le gusta disparar el obturador de su cámara y tomar nota de las recomendaciones para comprar música chilena. No deja de comer hojitas de coca como si fueran pepitas para que no le dé el mal de montaña.
En el pueblo se contratan las excursiones. Tour operadores sobran. Las tarifas de hostal empiezan en 8 dólares, y en 398, si es un hotel de lujo como el de nosotros, con paseos incluidos.
San Pedro es un pueblo típico, con sencillas casitas de adobe, techos de paja y madera de cacto. Es un milagro que en un territorio tan inhóspito, donde aparentemente la vida no palpita, esta noche festejemos nuestra llegada con un pisco sour en uno de los bares del pueblo.
A las 9 de la mañana siguiente, la camioneta del hotel ya tendrá todo para la primera excursión: agua, tabletas de granola, frutos secos, chocolates. Nuestra guía ya nos espera a bordo.
EXCURSIÓN 1. ARCOIRIS POR LA MAÑANA
Tomamos la carretera 23, la que lleva al aeropuerto de Calama. Me sorprende ver tantas cruces en un tramo recto. Nos dicen que son las "animitas" de los que han muerto en accidentes por culpa del viento y la mala visibilidad. Las condiciones atmosféricas en el desierto a veces provocan que los conductores no midan las distancias.
Por un camino de sal, nos rodea la textura de una tierra grisácea que me recuerda la piel arrugada de un elefante.
Se nos atraviesa el primer guanaco: camélido de patas ñangas, muy hábil para correr. Rumia su ración de cojines de la suegra, unos cactos redondos con grandes espinas, la delicia del animal.
Después de 80 kilómetros, entramos al Valle del Arcoiris, un santuario de rocas que simulan ser hombres gigantes, velas de barcos y tridentes de colores terracota, verde, rosa y violeta.
Por encima de los 3 mil metros sobre el nivel del mar un viento se nos restriega con saña.
Tenemos prohibido llevarnos la piedrita más nimia, pues aquí hay minerales que fueron arrojados desde el centro de la tierra.
Después vamos a Río Grande, una comunidad que celebra la colocación del nuevo techo de su iglesia. Para ser bien recibidos entregamos una dote de refrescos y cervezas. Llegamos tarde. Ya sahumaron las imágenes de los santos.
Nadie trabajó hoy. Río Grande es apenas un caserío que está desierto en el desierto. Está hecho de unas cuantas casas de adobe, con sus banderas chilenas ondeando al viento.
Nos advierten que debemos aceptar lo que nos ofrezcan y nada de fotografías. En el patio está la mesa puesta. Nos damos la mano con timidez. Trajeron hasta una banda de música. Una voz perdida dice que pasemos a la mesa, pero nadie le hace eco y nos perdemos el convite.
EXCURSIÓN 2. LUNA AL ATARDECER
Yo creo que tiene más facha de Marte que de luna, sobre todo cuando el sol del atardecer da a las piedras sus mejores tonalidades.
A 14 kilómetros de San Pedro, el Valle de la Luna, en la Cordillera de la Sal, es una obra monumental de riscos filosos escalonados, montículos que crees haber visto en la Guerra de las Galaxias y paredes verticales como la del llamado Anfiteatro, al final del valle, de forma semicircular y tan imponente que casi te abraza.
Desde la Gran Duna, al otro extremo, el Anfiteatro se ve pequeñito. Ya no está permitido caminar por el filo de este cerro de arena de casi 100 metros de elevación. Sólo se puede subir por un costado. Por culpa de otros turistas ya no podré rodar en ella. El paso de tantos la estaba deformando. Nos conformamos con mirar las ondas que traza el viento sobre su superficie dorada y brillante.
N. ya está descalzo y en posición de loto. El viento lo saca de trance cuando le arroja un puñado de arena en la cara. Y sí que duele.
Al Valle de la Luna se puede venir en camioneta o en bici. También se hacen recorridos en trekking de día y de noche en luna llena.
En la sombra, la tierra colorada se apaga hasta el más triste de los grises. Entonces puedo ver el suelo lunar de texturas lisas y rugosas. Se me antoja un traje de astronauta y que alguien apriete el botón anti gravedad.
EXCURSIÓN 3. LA SAL DE LA TIERRA
No sé si esta vez quiero ir a Marte o a la luna, o simplemente irme al cielo. En las lagunas altiplánicas seguro se puede platicar con Dios. ¿Cuatro mil trescientos metros de altura serán suficientes? Hipertensos, absténganse.
Desde la carretera 23, rumbo al este, el volcán Licancabur parece seguirnos. La montaña sagrada de los lican antai (antiguos atacameños) se eleva a 5 mil 916 metros sobre el nivel del mar, con una laguna casi congelada en el interior de su cono, donde las temperaturas de la madrugada descienden 20 grados bajo cero.
También pasamos las montañas del proyecto ALMA, donde países de primer mundo aportan tecnología y Chile el terreno y los cielos impecables para la astronomía.
Dejamos atrás el volcán Lascar de 5 mil 590 metros, aún activo, y la línea del Trópico de Capricornio, señalada con una cruz en el centro y apachetas alrededor. Las apachetas son esas torrecitas de piedras apiladas que dejan los paseantes como ofrenda.
Para llegar a la laguna de Tuyajto y al Salar de Aguas Calientes, hacemos dos horas de camino. M. ya se comió su dotación de hojitas de coca para el mal de puna o de montaña (la inadaptación del organismo a la altura provocada por la velocidad de ascenso. Algunos síntomas: dolor de cabeza, mareo, somnolencia).
N. siente una opresión en el pecho. No habla. Está preocupado por no haberse tomado el par de aspirinas que le recomendaron. Me burlo. Les digo que a mi no me pasa nada. Al rato siento un cansancio terrible. Los párpados me pesan toneladas y, luego, no sé más.
N me despierta. Alucino o he muerto del mal de puna: veo un lago turquesa en el cielo, rodeado por una costra de sal con polígonos dibujados, protegido volcanes nevados pintados al pastel.
Para llegar a la laguna salada de Tuyajto existe un camino perdido, donde el cielo es mucho más intenso que el azul cielo de los mortales.
Sólo se oye el viento, la respiración agitada y los pasos crujientes cuando pisas la sal. Tal vez regrese más espiritual de lo que vine. N. deja una de sus piedritas más queridas como ofrenda al primer espíritu que pase por estos dominios.
A corta distancia, el Salar de Aguas Calientes sigue siendo un dibujo al pastel con manchones blancos, azules y amarillos, ahora con puntos rosados. Sus aguas ricas en nitrato y litio alimentan a una parvada de flamencos andinos. El viento te entume, te empuja, ensordece. ¿Qué dices?
El salar mide más de 28 kilómetros cuadrados. Se mezcla con la paja brava y en vez cristales de sal piso un barro amarillento oloroso a azufre. Estas lagunas, nos explica el guía, se forman por el deshielo de las montañas de la cordillera de Los Andes. El almuerzo ya está servido: carnes frías y vino tinto y el salar al fondo.
EXCURSIÓN 4. VAPORES Y BORBOTONES
Salida: 4 a.m. En cualquier otra parte del mundo esta desmañanada sería infame. El guía exige puntualidad para ganarle al sol. Si no, las fumarolas se nos "esfuman". Pero tenemos dos horas y media de camino hasta llegar a los Geysers del Tatio para un sueñito más.
El último día en Atacama alcanzamos los 4 mil 320 metros sobre el nivel del mar.
Nos acompaña una pareja de chilenos. Ella saca de su bolsa un pantalón para la nieve. Empiezo a preocuparme, yo sólo traigo puestos unos calzones térmicos y un pantalón de pana.
Ya se alcanzan a ver columnas gigantes de vapor. El primero en salir de la camioneta es el guía. Cuando vuelve nos confirma una temperatura de 7 grados bajo cero.
Los Geysers del Tatio son un campo geotérmico de origen volcánico. En la entrada leí que en tres kilómetros cuadrados están en acción 40 geysers, 60 termas y 70 fumarolas. Otras fuentes no hacen distinción y sólo cuenta 80 geysers.
Estos agujeros en el suelo son fuentes termales por donde la tierra arroja vapor y chorros de agua acompañada de minerales.
Abajo hay una olla de presión. Escucha el borboteo y el silbido del agua que hierve a 86° C.
Las columnas de vapor alcanzan seis metros de altura. Sombras van y vienen entre las bocanadas del Tatio, unas densas y otras fluidas; juegan al cosquilleo con los primeros rayos de sol. A eso de las 8, las fumarolas se debilitan y los valientes se lanzan a las pozas termales.
A decenas de kilómetros, las llamas pastan en los bofedales. Algunas ya participaron del floreo. En febrero se ofrece una ceremonia de agradecimiento a la Pachamama y a la misma llama, a la que le hacen un piercing, atravesándole unos cordoncitos de colores en las orejas.
También agradezco a la Pachamama atacameña. Marte y la luna se quedan chiquitos al lado de este desierto.
Fuente: ( El Universal.mx )
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