sábado, 12 de marzo de 2011

Cuando se nos mueve el piso

¿Más de mil desaparecidos? ¿En un día? ¿Es posible digerir esa noticia? ¿Comprender acabadamente lo que eso significa? Tal vez sea tiempo de replantearse seriamente qué estamos haciendo con este planeta y cómo queremos vivir nuestro futuro si efectivamente la naturaleza responde con este tipo de desastres.

Aunque, nobleza obliga, la tragedia de Japón de ayer no es la primera ni la más grande, más allá del dolor que significa esta catástrofe, podemos recordar la del año pasado de Chile, el tsunami del 26 de diciembre 2004, que después de un terremoto de 8,9 grados con epicentro frente a la isla indonesia de Sumatra, causó casi 230.000 muertos, la mayoría de ellos en Indonesia, aunque también afectó a Sri Lanka, India, Tailandia, Somalia y las Islas Maldivas, entre otros países o el sismo que en el año 1755 destruyó por completo la ciudad portuguesa de Lisboa.

El de Lisboa fue uno de los primeros tsunamis registrados de la época moderna, el cual por su devastación desató miles de discusiones religiosas, enfrentando a escritores, filósofos y pensadores. Desde que Dios había estallado en cólera y que mil y un ángeles patearon el suelo a que el Diablo, encabronado –como es lógico en el mismo Diablo-  había golpeado la Tierra con su tridente, fueron algunas de las sentencias que se escucharon por esa época. Lo que sí se puede asegurar es que fue la primera vez que se enfrentaron las explicaciones científicas con las argumentaciones sobrenaturales. Es que el terremoto ocurrió justo en la mañana del día de Todos los Santos, como para no generar las más diversas elucubraciones teológicas. Los informes de aquella época indican que se trató de un terremoto particularmente largo, entre tres minutos y medio y seis minutos, produciendo gigantescas grietas de cinco metros de ancho partiendo en mil pedazos la ciudad entera. Los sobrevivientes, que huyeron a los espacios bajo los muelles, contaron cómo el océano comenzó a retroceder, revelando el lecho marino cubierto de la basura caída al mar y los antiguos naufragios, para después volver con tres tsunamis, de entre 6 y 20 metros, que se tragaron literalmente el puerto y todo el centro de la ciudad portuguesa. Se calcula que murieron más de cien mil personas, víctimas ocasionadas en parte por el terremoto, luego por el tsunami con olas de doce metros a 800 kilómetros por hora y por último los incendios, que se multiplicaron sin control durante toda la semana.

Una de las curiosidades de este terremoto, si se puede hablar de curiosidades con tamañas tragedias,  es que fue también la primera vez que se documentó el extraño comportamiento de los animales, previo al desastre. Dicen que el mismísimo Immanuel Kant, el eminente filósofo alemán, observó, ocho días antes del terremoto, como una gran cantidad de gusanos salieron de sus cuevas bajo tierra cerca de Cádiz.

Lo único bueno de este desastre fue que, a causa del mismo y de esas discusiones, surgió una nueva rama de la ciencia para estudiar los terremotos y tratar de predecirlos, la sismología.

Pero más allá de las respuestas sobrenaturales, adjudicando el movimiento a la ira divina, desde los mismos filósofos griegos se vienen tejiendo teorías sísmicas. En la Grecia antigua los atribuían a vientos subterráneos o fuegos en las profundidades de la Tierra. Por su parte, al erudito chino Chang Heng, en el año 130 DC, se le ocurrió registrar el paso de las ondas tectónicas a través de un rebuscado pero a la vez simplísimo dispositivo; colocó ocho bolas que se balanceaban delicadamente en las bocas de ocho dragones situados en la circunferencia de una vasija de bronce, cualquier onda sísmica provocaría la caída de una o más de las bolas. Eso sí, imagino la bronca del bueno de Chang cada vez que alguien daba un portazo en la casa del vecino.


Pero, ya en la era moderna, tuvieron que pasar más de cien años después del sismo de Lisboa,  para que el geólogo inglés John Milne inventara un proto sismógrafo; se trató de un péndulo con una aguja suspendido sobre una plancha de cristal ahumado. Y fue recién a comienzos del siglo XX, cuando el ruso Borís Golitzyn ideó el primer sismógrafo moderno, que consistía también en un péndulo, pero este magnético, suspendido entre los polos de un electroimán.

Y así, en nuestros tiempos tan científicos y a la vez convulsionados por los desastres naturales, es bueno saber que los terremotos son sacudidas del terreno que se producen debido al choque de las placas tectónicas y a la liberación repentina de energía en el interior de la Tierra. Energía que se transmite en todas direcciones a la superficie en forma de ondas sísmicas. El punto de origen se llama epicentro.

Pero toda explicación académica es inútil cuando se trata de contar vidas humanas, sólo queda esperar que los sobrevivientes puedan rehacer con dignidad y salud sus vidas, que nos replantemos qué estamos haciendo mal con nuestro planeta y que el futuro nos aguarde con noticias más auguriosas.


Fuente: ( diariodemadryn )

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