Con el derrocamiento de Hosni Mubarak en Egipto, cuyo régimen estaba considerado ampliamente uno de los más estables de la región hasta hace poco, y el coronel Muamar Gadafi aferrándose al poder en Libia, no se ve en lontananza un claro fin de la agitación que está barriendo al mundo árabe. Las protestas ya han derribado gobiernos en Túnez y Egipto y han dejado a otros países obligados a afrontar un descontento generalizado.
Los disturbios cogieron a la mayoría por sorpresa tanto dentro como fuera de la región y han acabado con al menos cinco creencias tradicionales sobre el mundo árabe.
Los árabes no salen a la calle a protestar. Antes de que comenzaran las protestas en Egipto y Túnez, muchos sostenían que no había una urgencia real de reforma política y que quienes pedían un cambio no entendían el talante público: la situación no era tan mala como la presentaban los disidentes. Ese punto de vista indujo a los gobiernos a creer que los árabes no se manifestarían en gran número para pedir un cambio. En todos los países se consideraba perjudicial para los intereses nacionales una reforma rápida.
Está claro que ese argumento ya no es sostenible. Nadie predijo lo ocurrido en Egipto y Túnez, lo que significa que ningún país árabe es inmune. Los gobiernos no pueden permitirse el lujo de esperar eternamente y ya no pueden recurrir al mito de la aquiescencia popular para no iniciar las reformas necesarias que aborden las reivindicaciones subyacentes del público.
La liberalización económica debe preceder a la reforma política. Los gobiernos árabes -y muchos occidentales- afirmaban que se debía conceder prioridad a la privatización y a otras reformas económicas por encima del cambio político, pero, si bien resulta fácil sostener que los ciudadanos quieren pan antes que libertad, la liberalización económica careció de un sistema de contrapesos y, por tanto, el resultado fue la falta de pan y de libertad a un tiempo.
En cambio, los beneficios de la privatización y otras iniciativas recayeron en las minorías políticas y empresariales dominantes. A consecuencia de ello, los árabes han acabado teniendo una opinión negativa sobre la liberalización y la mundialización. Ahora ya resulta claro que la reforma económica debe ir acompañada de la reforma política, con lo que se crearían los mecanismos institucionales de rendición de cuentas para vigilar cualesquiera excesos y velar por que todos puedan disfrutar de los beneficios. Los gobiernos se han apresurado a creer que las protestas se refieren fundamentalmente a los altos precios y al desempleo, pero la cuestión que une a los descontentos árabes es una gestión inadecuada de los asuntos públicos.
Son necesarios sistemas cerrados para impedir que los islamistas tomen el poder. Occidente teme con frecuencia que la democracia dé a los islamistas la oportunidad que necesitan para hacerse con el control, miedo que los regímenes árabes aprovechan para justificar el mantenimiento de sistemas políticos cerrados, pero los islamistas no han desempeñado un papel importante en Egipto ni en Túnez y no se espera que encabecen ninguno de los nuevos gobiernos que se formen... si bien son una parte importante de las sociedades árabes y deben desempañar un papel en los regímenes que surjan.
Así, pues, no es cierto que la única opción sustitutiva viable frente al gobierno implacablemente absolutista deba ser islamista. Las protestas son, claramente, la consecuencia de que los ciudadanos de a pie se han hartado de la corrupción, de la falta del menor asomo de Estado de derecho y del trato arbitrario. A ese respecto, existe una oportunidad de comenzar a desarrollar sistemas pluralistas, en los que no solo los islamistas, sino también otros partidos y posturas, puedan desempeñar un papel.
Las elecciones equivalen a la democracia. Ya nadie se deja engañar por esa afirmación. Para mantener su dominio, los gobiernos árabes se han valido de legislaciones y elecciones defectuosas, de las que no resultan parlamentos fuertes ni propician cambio real alguno. De hecho, en países como Egipto y Túnez, tanto el Gobierno como el Parlamento eran impopulares. En toda la región, se han utilizado las elecciones para crear una fachada de democracia encaminada a impresionar a los ciudadanos y al mundo exterior, al tiempo que protegían a los regímenes de la presión en pro de una reforma auténtica.
Sin embargo, el público árabe ya no aceptará el statu quo. El pueblo ya no se satisfará con limosnas económicas o cambios cosméticos en la gestión de los asuntos públicos; lo que exige es un cambio real que introduzca a su país por una clara senda hacia la democracia.
A la comunidad internacional no le corresponde papel alguno. Si bien el proceso de reforma debe ser, desde luego, autóctono, los Estados Unidos y el resto de la comunidad internacional pueden alentar el desarrollo democrático sin imponerlo desde lejos. El presidente Barack Obama rechazó muchas de las políticas del gobierno de George W. Bush consideradas intentos de imponer por la fuerza la democracia a los países árabes, pero el silencio posterior sobre la democratización agravó -aunque, desde luego, no causó- el retroceso del proceso árabe de reforma en los últimos años.
Los EE. UU. y Occidente pueden debatir con los países árabes el modo de aplicar la reforma política a fin de que contribuya a una mayor apertura y brinde oportunidades para el reparto del poder. Occidente no debe sacrificar esos objetivos por otros; si los aliados acaban perdiendo poder en rebeliones populares, semejante transacción no habrá favorecido los intereses de Occidente, por no decir algo peor.
El desarrollo de los acontecimientos que acapara los titulares de todo el mundo ha acabado con los principales mitos sobre el mundo árabe. Las poblaciones de esos países necesitan que se inicie ya una reforma política gradual, sostenida y seria. En el amanecer de una nueva era árabe, corresponde a ellas la creación de nuevos sistemas políticos abiertos, que puedan evitar la amenaza en ciernes de crisis cada vez más graves.
WASHINGTON, D. C.
* Marwan Muasher, ex ministro de Asuntos Exteriores y viceprimer ministro de Jordania, es vicepresidente de estudios en el Carnegie Endowment for International Peace y miembro principal de la Universidad de Yale. Es autor de 'The Arab Center' ('El centro árabe').
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