El difícil destino de los campesinos que protagonizaron el descubrimiento arqueológico más importante del siglo pasado.
Aquel trozo de barro resultó ser el pie de un guerrero y aquellas piezas de bronce, las puntas de sus flechas. Esos campesinos habían protagonizado el descubrimiento arqueológico más importante del siglo pasado: los 8.000 Guerreros de Terracota, considerados la octava Maravilla del Mundo y codiciados por cualquier exposición global. A Xi’an han atraído a más de 60 millones de visitantes.
Por el hallazgo, los siete campesinos recibieron diez puntos de crédito, equivalentes a un yuan o 270 pesos. Después les fue todavía peor. En 1997, uno de ellos, Wang Puzhi esperó a que su familia saliera de casa para colgarse. Padecía del corazón, carecía de dinero para pagar las medicinas y no quiso ser una carga. En los tres años siguientes murieron los dos miembros más jóvenes de aquel grupo: Yang Wenhai y Yang Yanxin, ambos en la cincuentena. Estaban desempleados, enfermos y sin dinero para el hospital.
Algunos hablan de maldición, y no sólo por los muertos. El pueblo de Xiyang y sus tierras circundantes, a 35 kilómetros al este de Xi’an, fueron expropiadas por el Gobierno a medida que se iban descubriendo fosas. El recinto museístico es hoy una enormidad de cemento que aconseja el uso de carritos motorizados para desplazarse. El grueso de las indemnizaciones de Pekín quedó en el bolsillo de los gobernantes locales.
Los campesinos, privados de su medio de vida y esquilmados, tuvieron que pagar por sus nuevas casas. Sólo un puñado de familias aprovechó la oportunidad. Regentan restaurantes en el complejo o fábricas de réplicas de las estatuas, que someten a procedimientos químicos o más artesanales como el baño en ceniza para darles el mismo aspecto avejentado.
A los cuatro campesinos sobrevivientes los benefició el alud del turismo. El museo les ofreció turnarse para firmar libros sobre los guerreros. La prensa local publicó años atrás que uno tuvo que aprender a escribir. Los libros cuestan 150 yuanes (unos 41.000 pesos), están escritos en ocho lenguas y pueden venderse hasta 500 diarios en temporada alta. El precio incluye una dedicatoria y una foto junto a un descubridor.
“No vulneres mis derechos de imagen”, me advierte Yang Junpeng cuando saco mi cámara sin el trámite del libro. Yang tiene el pelo corto y la dentadura arruinada del campesinado chino, pero consigue cierto aire de estrella ocultándose tras sus gafas de sol en un lugar cerrado y de luz tenue. Firma desganado los libros, apenas acompañado de un termo de té y dos carteles que prohiben las fotos. Dice ganar 3.000 yuanes (unos 820.000 pesos), aunque otras fuentes aseguran que son 1.000 (273.000 pesos). Un guía turístico lo señala como uno de los descubridores y estalla una salva de aplausos que Yang acompaña quitándose las gafas.
“Es un héroe nacional viviente”, susurra uno. “¿Son 3.000 yuanes suficientes para un héroe nacional viviente?”, responde. Y con el aleteo de una mano me da a entender el final de la entrevista.
Los cuatro campesinos han insistido al museo para que inscriba sus nombres como descubridores. Ansían tanto la gloria como el negocio. Durante mucho tiempo, los turistas asistieron a peleas de campesinos que se acusaban mutuamente de impostores. En la raíz estaban las tiendas de recuerdos, que no vendían libros si no iban firmados por algún miembro del clan de los siete.
También Zhao Kangmin lamenta el olvido de la historia. Era el curador del museo de Lintong cuando escuchó lo del hallazgo. Fue el primero en apreciarlo y en reconstruir un soldado. Había pedido a los campesinos que dejaran de romper las figuras y cargaran tres camionetas con los pedazos. Dedica los libros como “primer descubridor, restaurador y excavador” porque, asegura, “ver no es lo mismo que descubrir”.
Aquellos soldados que reconstruía Zhao en su oficina atrajeron la atención de un periodista local de la agencia oficial Xinhua. La publicación condujo a arqueólogos de todo el país a Xi’an, quienes certificaron su relevancia. En los siguientes años se desenterraron 8.000 guerreros, que configuraban la guardia personal de Qin Shihuang (260-210 a. C.), autoproclamado primer emperador de China. Qin unificó el variado mosaico político-cultural de su época conquistando territorios a la velocidad “de un gusano que devora una hoja de morera”, en palabras del célebre historiador Sima Qian.
Como tantos emperadores, sucumbió a las obsesiones de la inmortalidad y la eternidad. Ordenó construir el complejo mortuorio cuando aún era adolescente con la idea de mandar a sus tropas después de muerto y dio instrucciones de que todos los soldados debían de ser diferentes. Así, cada uno tiene su fisonomía propia, con bigote o barba, con variados atuendos militares. El color ceniza actual de las figuras se debe a que la oxidación corroe la pintura en apenas cinco horas después de ser desenterrados.
El complejo exigió 40 años de trabajo y unos 700.000 soldados en faena. El grueso de la soldadesca se concentra en la primera de las tres fosas: una superficie rectangular de 200 metros de largo por 60 metros de ancho donde se alinean 6.000 soldados en posición de batalla. Los arqueros cubren desde las alas y la vanguardia mientras la infantería se resguarda en el interior, repartidos en 36 hileras. Una alambicada estructura de vigas de madera sellaba la fosa.
La magnitud de los Guerreros de Terracota podría diluirse el día que se abra el vecino sepulcro que se reservó el emperador para la eternidad. Sobre él han especulado historiadores durante siglos: un techo de bronce salpicado de gemas que se asemeja a un cielo estrellado, incomparables tesoros e incluso ríos de mercurio. El sepulcro, señalado por una pirámide de tierra, permanece virgen. Pekín espera que nuevas tecnologías permitan desentrañarlo sin arruinarlo.
Mientras, Qin continuará el milenario y plácido sueño del que sus guerreros fueron despertados 35 años atrás. Muchos en Xi’an creen que nunca debieron hacerlo y se estremecen ante la cascada de desgracias que acarrearía importunar al primer emperador chino.
Para garantizar unos mejores ingresos cobran por cada una de las fotografías que los turistas se hacen con ellos. También cobran por entrevistas, pero dice Junpeng que eso no es suficiente.
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Adrián Foncillas, especial para El Espectador | Elespectador.com
1 comments:
Muy buen artículo! Estuve en la exposición temporal en Bogotá hace unos años y si en un museo fue emocionante, en vivo y en directo ha de ser inspirador. La ambición de los descubridores no se aleja de la del emperador ni la de los turistas. Todos quieren una porción de gloria, un pedazo de eternidad.
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