domingo, 5 de junio de 2011
PLASTIC PLANET: EL MUNDO, ASFIXIADO POR SU PROPIA CREACION
Ciento por ciento creado por el hombre, capaz de viajar por tierra, agua y aire, dispuesto a volverse contra la forma de vida que lo trajo al mundo, y amenazando con tornarse incontrolable... No fueron las computadoras: al final, lo que tomó el mundo fue el plástico. Y aunque no tenga la gracia ni el impacto de Michael Moore, el austríaco Werner Boote consigue con su documental Plastic Planet mostrar el terror microscópico en el que ni siquiera sabemos que ya vivimos. El plástico está entre nosotros, y en nosotros.
Después de edades como la de Bronce o la del Hielo, en 1907 se inauguró la Edad del Plástico. De esa premisa parte el documental Plastic Planet para adentrarse en ese descubrimiento que tuvo un fuerte impulso después de la Segunda Guerra, vivió el boom de los ‘60, se superó a sí mismo allá por los ‘80 y que actualmente se naturalizó al punto de que nadie podría concebir un modo de vida en el que no esté presente. Un invento ciento por ciento humano pero que ya permeó en la Creación y hoy aparece en forma de bolsas sobre los árboles, en las orillas de una playa cualquiera, en focas que mueren atragantadas, en distintas partes del cuerpo de hombres y mujeres que también quieren moldearse como los muñequitos que los vieron crecer.
El presente es entonces la era que el documentalista Werner Boote explora desde sus aspectos más visibles hasta su esencia misma: intentando averiguar qué está haciendo y de qué está hecho exactamente el plástico.
Pese a un protagonista (el mismo Boote) que carece de esa impronta natural de Michael Moore, y de que la película tiene varias disgregancias que hacen perder un poco el tiempo, Plastic Planet tiene algo que vale la pena. Dos o tres descubrimientos de esos que tal vez sea mejor conocer.
Era obvio que tanto plástico entre nosotros no podía ser inocuo. Su imposibilidad de degradación hace que se disperse sin fronteras hasta el medio del desierto. En la película se ven vacas pastando bolsas de nylon en India y caballos corriendo en el Sahara entre arbustos con basura. Escenas que amenazan con multiplicarse. Sucede que el plástico es muy difícil de reducir, entre otras cosas porque tiene de bueno lo mismo que tiene de malo: es barato. Tanto que su reciclado no le interesa a nadie. Por eso sus restos sólo se acumulan y viajan del primer mundo al tercero y de ahí al último: los inmensos y magros basureros a cielo abierto en Etiopía, donde los más pobres de los pobres intentan sacarle algún provecho y familias enteras buscan restos plásticos para vender por centavos.
Ahora bien, el plástico no sólo son bolsas, botellas y basura. Está en la ropa, entre los alimentos, en cañerías, utensilios, heladeras, teléfonos, computadoras, autos. Por eso, más allá de su genética llena de petróleo, lo primero que uno debería querer saber es de qué está hecho exactamente. Boote recorre el mundo en busca de una respuesta. Pide entrevistas en las grandes corporaciones que manejan ese negocio pero todos se las niegan. Después de 56 intentos, sólo en China lo reciben. Confundiéndolo con un cliente, en la fábrica le dicen que sí, que pueden hacerle un Mickey inflable y le muestran algunos de sus procesos, pero eso no le da acceso al núcleo secreto de su composición.
¿Qué temible verdad encierra el plástico? ¿Por qué pese a que hay consenso gubernamental en la necesidad de regulación, los componentes del plástico se deliberan en sus factorías, puertas adentro? La respuesta decanta sola y es algo que unos años atrás podía disparar toda suerte de teorías conspiranoicas. Pero en un momento en que la verdad ya ha dejado de ser incómoda para pasar a ser trágica, uno espera un poco más: que haya más preguntas para desenmascarar la realidad. Porque la invisibilidad de los procesos de producción ya no asombra a nadie. Por el contrario, es una estrategia de mercado que se utiliza prácticamente en todos lados. Nadie quiere ver cómo se mata a un cerdo en un matadero, cómo se amasa un fideo seco en esas grandes usinas de metal, ni imaginar sus verduras maduradas entre químicos y luces radiactivas. Tampoco saber completamente cómo llega el agua a la canilla y, ¡vamos!, mucho menos enterarse bajo qué sistema de trabajo se cosen las camisas en Camboya. Así, se permite que las mayores atrocidades se desarrollen ocultas, bajo diferentes excusas, entre ellas el secreto profesional. Por eso mismo, indescifrable para la química, era de imaginar que nadie fuera a decirle ni a Boote ni a nadie cómo se hace el plástico, ni tampoco qué se le agrega para volverlo más elástico, suave, duradero. Y, por eso también, minutos más tarde nadie puede sorprenderse cuando Boote encuentra empleados de esas fábricas enigmáticas donde se fabrican productos tan extraños como el PVC, muertos o enfermos de cáncer. ¿Bebés intoxicados? También salieron en los noticieros.
Pero cuando el morbo parecía que iba a ser defraudado, Plastic Planet se detiene en dos o tres detalles que nos hace mirar por un instante nuestros irreflexivos usos y costumbres para abismarnos en el terror microscópico del que vivimos rodeados.
Sucede que si bien la mayoría de los plásticos no tiene una pronta degradación, nada es eterno. El plástico se raya, se ensucia, pierde flexibilidad, torna su transparencia lechosa o empieza a exhalar algún olor. Y entonces desprende tóxicos. Tóxicos que se acumulan con los años, sumándose unos a otros. Que penetran el cuerpo no sólo a través de la comida, sino por medio de la respiración o el tacto desde los objetos más cotidianos. Poco se sabía hasta ahora cuál sería el efecto de esas emanaciones caseras. Pero algunas cosas pasaron y los científicos empezaron a atar cabos.
El primer indicio fueron unas inocentes ratas de laboratorio que vivían en sus tuppers y de buenas a primeras empezaron a sufrir alteraciones hormonales. A esas primeras manifestaciones siguieron estudios que lograron determinar que el plástico tiene una sustancia que se cuela por el sistema endocrino alterándolo severamente. Infertilidad, gestaciones sólo de crías hembras, obesidad y lesiones neurológicas son algunos de los daños que ya se evalúan en humanos buscando en los análisis la cantidad de plástico en sangre que tiene el paciente.
Ahora bien, quien crea que cambiando los utensilios todo se soluciona, está equivocado. No importa si se trata de una típica residencia suburbana o una choza precaria en un pueblito de India, en cada lugar que Plastic Planet le pidió a una familia que sacara sus plastiquitos al sol, la escena se pobló de una multitud de objetos inanimados que dejaron las casas prácticamente vacías.
El plástico lo invadió todo: por tierra, por aire e incluso por mar. No sólo en las orillas japonesas llenas de residuos arrojados por los barcos. Ya hacia el final de Plastic Planet Boote se aposta en el medio del océano y lo muestra: azulísimo, inmenso, silencioso como el cielo y lleno de plástico. Los peces lo confunden con plancton, explica el científico que lo acompaña y enseguida extrae sus redes del agua que vuelven llenas de partículas de colores que nada tienen que ver con la fauna marina. Si bien este fenómeno no es nuevo (cabe recordar a Charles Moore, el navegante californiano que en 1997 paseaba por aguas abiertas en el Pacífico, quiso acortar camino, tomó la ruta que no debía y descubrió primero una botella, luego una tapita, una bolsa flotando por ahí y, detrás, un caudal inmenso de basura. Dos años más tarde decidió volver a limpiar el mar pero se encontró con más. Hoy esa área es tan grande como Francia y es conocida como El gran parche de basura del Pacífico), ya es evidente que el punto de partida de la larga cadena alimentaria (las especies acuáticas) están tan alteradas que da miedo.
Plastic Planet termina con una serie de avisos al público consumidor bastante simplones como “cuidado con el plástico, que mata” y enciende una débil esperanza con el bioplástico, que al menos podría hacer que las cosas no empeoren. Pero aun así no logra pertenecer del todo a los documentales eco que acaban como manual de uso para un planeta mejor. Y quizá sea en eso donde radica una de sus virtudes más interesantes, una de sus exposiciones más truculentas. En el efecto desolador en el que queda inmerso el espectador, atrapado sin salida en un planeta que se destruye. Solo, resignado, mirando hacia todo y nada a la vez.
Argentina
Fuente: ( Pagina 12 )
0 comments:
Publicar un comentario