La Convención de la Unesco sobre la salvaguarda del patrimonio cultural inmaterial (PCI), de la que México es parte, pudiera parecer omnicomprensiva: comprende las prácticas, representaciones, expresiones, conocimientos y habilidades, así como los instrumentos, objetos, artefactos y los espacios culturales que las comunidades y grupos, y en algunos casos individuos, reconocen como parte de su legado cultural. Este legado cultural intangible es recreado constantemente por las comunidades culturales en respuesta a su entorno y a su interacción con la naturaleza y con su historia, y lo provee de un sentido de identidad y continuidad.
Sin embargo, la parte más controvertida de la Convención es su vínculo con otros instrumentos internacionales; la Convención del PCI reconoce el primado de los derechos adquiridos, especialmente los previstos en las convenciones relativas a la propiedad intelectual o al empleo de recursos biológicos o ecológicos… una acotación significativa.
A este sometimiento debe agregarse que gran parte de los sistemas de legalidad, especialmente los occidentales –bajo el postulado de la libertad de expresión, pero en franca protección de sus intereses comerciales–, se niegan a reconocer el valor cultural del PCI y, con ello, a posibilitar que éste sea susceptible de análisis y protección a partir de los principios y reglas legales de dichos sistemas. Ello ha generado gran inquietud entre las comunidades culturales, cuyo temor fundado es que, al intentar obtener esa protección, provoquen la “mercaderización”, apropiación e incluso la extinción de su legado cultural.
Especialmente frustrante resulta para las comunidades culturales, en tanto colectividades, la enorme dificultad de proteger su conocimiento tradicional frente a los individuos que, a su vez, son protegidos por las reglas de la propiedad intelectual. Es importante precisar algo: las reglas de la propiedad intelectual fueron una respuesta a la complejidad de la industrialización y, ahora, de la posindustrialización. Es un orden jurídico ex ante diseñado e impuesto por Occidente que ignora el valor cultural del PCI. En ese sistema prevaleciente, resolver los legítimos reclamos de las diferentes comunidades culturales, que se caracterizan por su carencia de pretensión utilitaria, constituye una tarea de gran complejidad.
La discusión en torno al conocimiento tradicional ha llegado a involucrar a tres importantes organismos internacionales: la Unesco, la Organización Mundial de Comercio (OMS), que administra los acuerdos comerciales relacionados con los derechos de propiedad intelectual (TRIPs por sus siglas en inglés), y la Organización Mundial para la Propiedad Intelectual (OMPI), que estableció un comité ad hoc (IGC por sus siglas en inglés) que privilegia el término “conocimiento local” sobre el de “conocimiento tradicional”. La actuación de estas tres organizaciones internacionales no hace más que evidenciar la ausencia de consenso respecto de la manera en cómo debe protegerse el conocimiento tradicional o local, insuficientemente amparado tanto en el ámbito interno como en el internacional por las legislaciones autorales.
El conocimiento es “tradicional” en la medida en que su creación y su empleo son parte de las tradiciones culturales de una comunidad; el adjetivo “tradicional” no necesariamente sugiere que el conocimiento es antiguo o estático, sino que es representativo de los valores culturales de una comunidad y, por lo tanto, esencialmente colectivo. Tampoco se limita a un ámbito específico de tecnología o de arte. Una vez que el conocimiento tradicional abarca toda expresión cultural, se hace extensivo a las expresiones de fe y de antiguas creencias.
La concepción del conocimiento tradicional por parte de las comunidades es holística tanto por lo que respecta al conocimiento mismo como a su transmisión. Este tipo de conocimiento está entreverado con soluciones prácticas; asegura la transmisión de la historia, de las creencias, de elementos estéticos, éticos y tradiciones, en una comunidad específica. Pero su riqueza es mayor: se compone también de un número significativo de pinturas y esculturas que se crean conforme a rituales rígidos y tradiciones por su profundo significado simbólico o religioso. La protección del conocimiento tradicional debe ser considerada como parte de los derechos humanos de las comunidades a quienes les pertenece el conocimiento tradicional.
Una noción paralela, de la mayor importancia, es la de comunidad o grupo cultural, empleada en diferentes convenciones internacionales. Al margen de cualquier discusión, lo que resulta evidente es que la comunidad multicultural universal se compone de comunidades o grupos culturales con diversas creencias, expresiones y prácticas culturales, incluso de aquellas comunidades culturales cuyas creencias resultan ser inconsistentes entre ellas. La aspiración de este tipo de comunidades culturales de no extraviar su identidad cultural, de no asimilar las presiones de las principales tendencias, de impedir su diseminación en la urbe, en el campo o en el mundo, de no glorificar la diáspora o de resistirse al monoculturalismo cosmopolita, altamente individualista, deben considerarse legítimas. Estas aspiraciones no pueden ser cabalmente entendidas si se les trata como meras ilusiones.
Recientemente se ha intentado sustituir el término “comunidad cultural” por el de “titularidad”. Este concepto, empero, lleva implícitos dos inconvenientes legales insuperables: la titularidad no implica apropiación o propiedad; indica, marginalmente, la existencia de un título.
El solo empleo de los términos “conocimiento”, “innovación” y “prácticas” en adición a la tradición es relevante. Las innovaciones tradicionales no son un oxímoron; las comunidades tienen derechos sobre su conocimiento, innovación y prácticas. Mas aún, lo relevante es que las comunidades culturales, conforme a su legislación interna, tengan derechos sobre su conocimiento, innovaciones y prácticas, sean o no protegibles por la legislación de la propiedad intelectual. En éste último supuesto, existe la obligación primaria por parte de los Estados nacionales de salvaguardar estos títulos a través de la legislación y fomentar el desarrollo de códigos de ética de organizaciones científicas. En este ámbito no debe haber ambages: la apropiación por parte de las comunidades culturales de su legado cultural tiene el mismo valor que otras tecnologías de corporaciones, muchas de ellas trasnacionales.
La protección y preservación del conocimiento tradicional no se justifica exclusivamente por su valor instrumental; debe ser respetado, preservado y mantenido porque es relevante para la conservación y sustento de la biodiversidad. Más aún, cuando una parte significativa del conocimiento tradicional no es comercialmente explotable, no por ello resulta menor en términos de respeto y protección. Para las comunidades culturales, el desvanecimiento del sistema de conocimiento tradicional, vital para su supervivencia cultural, incluso la física, deriva en una verdadera tragedia.
En Asia, al árbol neem emblemático para la India, cuyo nombre proviene del sánscrito, se le conoce como “la cura de todos los males” y se emplea para fines medicinales, agrícolas, contraceptivos, cosméticos y de higiene dental. De 1992 a 1995 fueron solicitadas varias patentes estadunidenses y europeas relativas a la semilla del árbol neem. El conflicto de intereses entre el conocimiento tradicional y la propiedad industrial era inminente. La oficina de patentes de Estados Unidos (PTO por sus siglas en inglés) sostuvo aquellas cuyo registro les había sido solicitado, en tanto que su similar europea las revocó con base en la noción de la biopiratería. El caso del árbol neem ilustra las diferentes soluciones que las legislaciones nacionales ofrecen en las controversias alusivas a la defensa del conocimiento tradicional.
Muchos casos semejantes pueden ser mencionados: el del arroz basmati, el del turmérico, el de la arogyapaacha, el del jugo de karela y el de Phyllanthus amarus. En cuanto al arroz basmati, varias fueron las patentes revocadas con base en el argumento del conocimiento tradicional. En 1997 la compañía RiceTec patentó las plantas y las semillas relacionadas con el arroz basmati, pero la India solicitó la revocación de la patente. La compañía RiceTec no cejó en su empeño y ahora pretende comercializar esta variante de arroz, producida fuera de la India y de Pakistán, al considerarla como un término genérico.
El caso del turmérico es igualmente ilustrativo; se emplea para cocina, cosméticos y fines medicinales. En 1995 su uso en heridas fue patentado irónicamente en Estados Unidos por dos hindúes que laboraban en el Centro Médico de la Universidad de Mississippi. El Centro Hindú de Investigación Científica e Industrial solicitó la revocación de ese registro esgrimiendo las referencias sobre esa especia encontradas en textos antiguos en sánscrito. La oficina estadunidense de patentes revocó la licencia.
El caso de la planta arogypaacha ilustra lo que suponen los beneficios compartidos del conocimiento tradicional. Esta planta es utilizada por la comunidad Kani, en el sur de la India, con fines medicinales. La bebida Jeevani, cuya base es la arogypaacha, es un antiestrés y antifatiga empleado en el deporte. La sustancia activa de la arogypaacha fue aislada por el Instituto Hindú de Investigación y Jardín Tropical Botánico. La patente se registró con base en la tecnología de la comunidad Kani a favor de la compañía farmacéutica hindú Arya Vahadilla, que comparte los beneficios de la comercialización con esta comunidad.
En África, un número importante de conocimiento tradicional debe ser mencionado en esta narrativa de apropiación; incluye la Rosy Periwinkle, el cactus Hoodia y el té Rooiba. La Rosy Periwinkle, nativa de Madagascar, se usa en la industria farmacéutica para el tratamiento de la enfermedad Hodgkin y de la leucemia en infantes. En la actualidad se planta en Texas y no en aquella isla del mar Índico. La farmacéutica Eli Lilly ha obtenido ganancias sustantivas por la venta del vinblastine y del vincristina que se extrae de la Rosy Periwinkle; jamás ha habido una compensación a Madagascar por ese usufructo.
El cactus Hoodia opera como controlador del apetito, uso que se le da en la comunidad San de África del Sur. Su componente activo es el P57 y fue patentado por el Consejo Sudafricano para la Investigación Científica e Industrial. Esta licencia se le vendió a una farmacéutica británica, que a su vez la vendió a Pfizer. La comunidad San amenazó con demandar a Pfizer, lo que obligó a esta compañía a conciliar sus intereses con esa localidad.
La vid ayahuasca, nativa de la Amazonía, se emplea con fines medicinales y espirituales. En 1986 un científico estadunidense logró patentarla, pero un sinnúmero de comunidades de la Amazonía solicitaron la cancelación de ese registro en 1999 al argumentar que el saber sobre la planta forma parte de su conocimiento tradicional.
Al pozol maya se le dan usos nutricionales y preventivos de enfermedades intestinales, incluido el combate contra la gardia lambia y las amibas. En 1999 Quest International, una compañía holandesa, y la Universidad de Minnesota, lograron patentar su componente activo, ante la estupefacción de las comunidades mayas.
Dos científicos de la Universidad de Colorado aislaron el componente activo de la quinoa que obtuvieron de los campesinos de Bolivia, quienes compartieron con ellos las semillas de su producción. Estos científicos, que habían conseguido la patente, renunciaron a ella ante la reacción de los campesinos de Bolivia y de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Un caso semejante es el de la baya tamate, un tomate cilíndrico que se utiliza en la Amazonía ecuatoriana en el tratamiento contra el cáncer. El ingrediente activo del tamate, el lycopeno, fue aislado por una farmacéutica multinacional que ahora lo comercializa para el tratamiento contra el cáncer. Las comunidades ecuatorianas viven en el completo abandono.
El álbum Deep Forest contiene una fusión de música originaria de Ghana, de las islas Salomón y de los pigmeos africanos. Este álbum, nominado para el Grammy en 1995, vendió más de dos millones de ejemplares y se mantuvo en la revista Billboard por más de 25 semanas. Coca-Cola, Porsche y Sony, entre otras grandes compañías, lo emplearon en sus promocionales. Este trabajo musical no hizo ninguna referencia a esas comunidades.
En el mismo sentido, el uso de símbolos sagrados o de rituales resulta ofensivo sobre todo si esa utilización se realiza fuera de contexto. Si la comunidad o grupo cultural ha decidido mantener la privacidad de sus rituales, el empleo de métodos equivocados para exponerlos se constituye en una ofensa y en una transgresión de los principios básicos de la intimidad. Lo anterior se hace extensivo al uso de nombres, símbolos o diseños por parte de miembros de la propia comunidad o grupo cultural cuando dicho uso es contrario a las tradiciones.
El diagnóstico es inequívoco: la cultura occidental, dominada por valores económicos, se apodera con sigilo o mediante subterfugios de los valores que comunidades o grupos culturales han decidido mantener en privacidad bajo el postulado de la función primaria de la libertad individual en las sociedades contemporáneas. Es una confrontación profunda entre la tradición comunitaria y su apertura a nuevas interpretaciones, su exposición a las fuerzas del mercado.
El desafío para los juristas es de consideración: ¿cómo solucionar la colisión entre tradición y modernidad y salvaguardar la imaginación histórica de la comunidad cultural? ¿Cómo preservar la narrativa que proviene de su memoria y que se intercala en sus reflexiones presentes? ¿Cómo proteger a las comunidades culturales cuando ignoran en muchas ocasiones las consecuencias legales de un sistema que les es ajeno y la determinación del valor comercial de sus tradiciones? Este desafío debe considerar una apreciación de los diferentes intereses sofisticados y perspectivas en presencia de las comunidades culturales.
Es necesario y urgente que se admita que los derechos culturales participan de una categoría que tiene características únicas. Nuestras comunidades culturales deben por ahora atenerse a la deferencia que la jurisdicción pudiera obsequiarles en lo que atañe a la salvaguarda de sus prácticas y creencias, aun las religiosas, y a ellas debe concedérseles la debida protección jurídica en defensa de sus tradiciones.
Pero el reto es para el Congreso: debe ahora desentrañar y aprender la gramática básica que rige a nuestras comunidades culturales y ofrecerles el marco jurídico que salvaguarde su herencia cultural. A esto lo obliga el mandato cultural ordenado por la reforma constitucional del artículo 4° párrafo 9°.
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