domingo, 22 de diciembre de 2013
¡Peligro! Baños explosivos y juegos radioactivos
Al final de la época victoriana y durante la eduardiana, cuando
cambiaba el siglo del XIX al XX, se vivió una revolución doméstica. Fue una
época audaz y emocionante de innovación, descubrimientos de punta de lanza y
dramáticos cambios científicos, muchos de los cuales alteraron profundamente la
vida en el hogar.
Mucho del ingenio respondía a los retos que presentaba el vivir en las nuevas
y boyantes ciudades: en cuestión de 100 años, la población urbana de Reino Unido
saltó de dos millones en 1800 a 20 millones al final del siglo. Para 1850,
Londres era la ciudad más grande que el mundo había visto jamás.
La clase media, cuyos ingresos habían aumentado gracias a que la producción
en masa bajó dramáticamente el costo de las necesidades, tenía más dinero que
nunca para gastar en lujos y los que adquirían estaban diseñados para hacer que
sus hogares se tornaran en confortables refugios a la última moda.
No obstante, muchos de los productos que compraban o las soluciones hechas en
casa no sólo eran un peligro para la salud, sino que además eran asesinos
domésticos: había homicidas escondidos en el seno del hogar.
Cuando alimentos básicos como el pan empezaron a ser producidos en grandes
cantidades y a bajo costo para los nuevos citadinos, los fabricantes victorianos
aprovecharon la oportunidad para maximizar sus ganancias cambiando ingredientes
por sustitutos que agregaran peso y volumen.
El pan era adulterado con yeso, harina de frijol, tiza o alumbre. El alumbre
es un compuesto basado en aluminio que aún se usa como detergente pero que en
ese entonces se utilizaba para hacer que el pan fuera tan blanco y pesado como
lo deseaban los clientes.
No sólo causaba problemas de malnutrición: el alumbre provoca además
problemas intestinales y constipación o diarrea crónica, que para los niños a
menudo era fatal.
El pan no era el único alimento adulterado. Pruebas en 20.000 muestras de
leche en 1882 mostraron que el 20% estaba adulterada, aunque en muchos casos se
había hecho en las mismas casas.
Se pensaba que el ácido bórico purificaba la leche, pues le quitaba el sabor
ácido y el olor a la que se había pasado. Isabella Beeton, la autora de "Mrs
Beeton's book of household management" (El libro de administración del hogar de
la señora Beeton"), punto de referencia desde su publicación en 1861, había
dicho que era una "adición bastante inofensiva"... pero estaba equivocada.
Pequeñas cantidades de ácido bórico pueden causar náuseas, vómitos, dolores
abdominales y diarrea. Pero lo peor era lo que el ácido bórico escondía.
Antes de la pasteurización, la leche a menudo contenía tuberculosis bovina,
que florecía en el ambiente favorable a las bacterias creado por la sustancia.
La tuberculosis bovina ataca los órganos internos y los huesos de la espina
dorsal, lo que produce deformidades severas.
Se estima que alrededor de medio millón de niños murieron por tuberculosis
bovina de la leche en la era victoriana.
El baño, como lo conocemos, es un invento victoriano. Pero al principio era
un lugar peligroso.
Aparte de casos horribles de quemaduras en la tina, los diarios reportaban
muertes por retretes que explotaban espontáneamente.
La razón era que los gases inflamables que emanan de los desechos humanos,
como el metano y el ácido sulfhídrico, se acumulaban en las alcantarillas y, en
los primeros inodoros, se filtraban en las casas, donde se prendían fácilmente
con la llama de las velas.
Las modificaciones que se le hicieron a los inodoros desde finales del siglo
XVIII y durante la época victoriana solucionaron el problema de la filtración de
gases.
Como las casas se construían rápidamente, un área de diseño que a menudo se
pasaba por alto era la escalera, especialmente las que usaban los
sirvientes.
Eran demasiado estrechas y muy empinadas, con escalones irregulares. Si se le
añade el peso de las bandejas o la complicación de las faldas largas, las
escaleras fácilmente se tornaban lugares fatales.
El a menudo olvidado inventor británico Alexander Parkes inventó el material
moldeable que hoy llamamos plástico.
Lo bautizó "parkesina" pero pronto se le empezó a llamar "celuloide", como en
Estados Unidos.
Esos primeros plásticos eran muy apetecidos pues permitían fabricar desde
broches y peinetas hasta bolas de billar, que antes sólo se podían hacer con el
preciado mármol, más baratos.
Se usaba hasta para hacer collares y puños que podían limpiarse
fácilmente.
Desafortunadamente, la parkesina también es altamente inflamable. Al
degradarse puede encenderse sola y es explosiva con el impacto, lo cual no es
ideal cuando se trata de una bola de billar.
Los victorianos vinculaban la limpieza con ideas de moralidad y
respetabilidad: la idea de que el aseo y la virtud iban de la mano estaba
profundamente arraigada.
La nueva ciencia de los microbios sólo intensificó la preocupación victoriana
con los gérmenes, pues ahora sabían que podían estar al acecho sin ser
vistos.
Los productos químicos de limpieza para erradicar la mugre y la enfermedad
eran promocionados constantemente y eran altamente efectivos, pero los
ingredientes tóxicos, como el fenol -ácido fénico o ácido carbólico-, se
guardaban en botellas y paquetes que no se distinguían de otros productos
domésticos. Se podían confundir fácilmente con soda cáustica o polvo de
hornear.
En septiembre de 1888, el diario escocés Aberdeen Evening Express
reportó que 13 personas se habían envenenado con fenol en un incidente; cinco
murieron. Sólo en 1902 salió una ley exigiendo que las botellas de químicos
peligrosos tuvieran una forma distinta a las de líquidos comunes.
En la era eduardiana se descubrió un elemento mágico, una fuente de energía y
brillo que deleitaba y fascinaba: el radio.
Era usado en toda clase de productos, como cigarrillos, condones, maquillaje,
supositorios, crema dental y hasta chocolate.
Por encima de todo, los eduardianos se volvían locos por las caras que
brillaban en la oscuridad, que eran pintadas por las "chicas radio".
Pero, como hoy en día sabemos, el radio es una fuente de envenenamiento por
radiación. Si se ingiere, puede causar anemia, fracturas de huesos, necrosis en
la mandíbula y leucemia.
Los ingenieros eduardianos creyeron que habían encontrado el material
maravilla: un mineral que no era inflamable, pero sí barato y limpio.
Lo usaban para casi todo a principios del siglo XX: secadores de pelo,
baldosas, juguetes, guantes para el horno, cloacas, aislante... hasta ropa.
Sin embargo, esta maravilla -el asbesto- era, como ahora sabemos,
mortífero.
Las fibras de asbesto pueden entrar en los pulmones y tener un efecto
devastador. Aún no sabemos el total de muertes que causó pues sigue siendo un
peligro letal.
Las neveras domésticas empezaron a entrar en los hogares en la era
eduardiana. Eran tremendamente útiles y, teniéndolas, sus dueños podían
demostrar que eran ricos y estaban a la moda.
No obstante, los diseños iniciales eran fatalmente imperfectos.
Dejaban escapar gases tóxicos como amoníaco, clorometano y dióxido de azufre,
que afectaban el sistema respiratorio y podían fácilmente causar la muerte.
La llegada de la electricidad fue una innovación extraordinaria.
Al principio, la gente no sabía cómo usarla. Carteles de alerta le
aconsejaban no acercar fósforos al enchufe.
A principios del siglo XX, las compañías de electricidad trataron de
despertar el interés en sus clientes por productos que fueran más allá de la
luz.
Algunos eran obviamente imperfectos: el mantel eléctrico en el que se podían
conectar lámparas directamente no tuvo en cuenta que se podía caer agua en la
mesa.
Pero el peligro real vino de los consumidores, desde los que trataban de
conectar muchos electrodomésticos en el mismo lugar hasta aquellos que
intentaban solucionar los problemas solos.
Los diarios estaban llenos de casos de personas que se electrocutaban.
Fuente: BBC MUNDO
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